Durante el año 2010, según estadísticas de la OMS, la malaria produjo 219 millones de casos clínicos y mató 660,000 personas, la mayoría niños africanos pobres. La comercialización de medicamentos tiene que ser una opción secundaria al desarrollo de vacunas para prevenir la enfermedad, aunque ello suponga una disminución de las utilidades que obtiene la industria farmacéutica por este concepto.
viernes, 8 de abril de 2011
El Nobel ya no me trasnocha
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Es genial, pero más locuaz de lo que la ciencia aconseja. Salta con facilidad del laboratorio a las páginas sociales, y de los tubos de ensayo a los titulares de prensa.
Patarroyo se vanagloria de tener 325 publicaciones en medios científicos de alto impacto.
“Hacer una vacuna es diferente de hacer una vacuna que sirva”
Dice que encontró la fórmula para producir vacunas sintéticas y eso divide las opiniones. Perfil de un hombre seguro de sus convicciones y contradictorio en sus emociones.
La oficina de Manuel Elkin Patarroyo está tapizada de diplomas. A vuelo de pájaro son más de cuarenta entre profesionales, honoris causa y distinciones de premios acumulados a lo largo de su carrera, con el Príncipe de Asturias, la medalla de Edimburgo y el Robert Koch a la cabeza.
“Uno se puede llegar a rayar. ¿Quién no? ¡Son 26 honoris causa! El único que tenía más que yo en Iberoamérica era Camilo José Cela. Vargas Llosa tiene menos”, dice. Dotado de una memoria prodigiosa, podría citar con fechas exactas el momento en que recibió cada premio, y tiene registrado en sus archivos, con el rigor de un colegial aplicado, los nombres de los científicos que también los merecieron, y subrayados en verde aquellos que más tarde fueron galardonados con el premio Nobel.
Tanta meticulosidad en el registro de los méritos suyos y los de sus colegas (que él llama “sus pares académicos”)hace suponer que calcula el día en que también se gane su propio Nobel. “Ya no. Algún día me dejé llevar por esa ambición de la vanidad, pero eso ya no me trasnocha. Lo que he hecho me trasciende, es más grande que yo, yo ya no importo”, afirma.
Y lo que ha hecho reposa sobre una mesa de juntas para ocho personas, en miles de hojas que forman gruesas columnas y que resumen buena parte de sus 33 años de investigación en la búsqueda de una vacuna sintética contra la malaria. Entre esa enorme pila de carpetas y documentos, hay un libro que vale oro. Es un cuaderno verde, algo deteriorado por el trajín y señalizado con delgadas tiras de colores, en el que Patarroyo ha registrado, día por día y experimento por experimento, el culmen de su trabajo: un decálogo de reglas para elaborar vacunas contra cualquier enfermedad infecciosa, y que acaba de ser publicado por la revista especializada Chemical Reviews, a la que Patarroyo califica, con escalafón en mano, como la más importante en el campo de la química, y la séptima en el grupo general de revistas científicas.
La noticia, que el propio Patarroyo anunció a finales del año pasado, ha sido tomada con prudencia en la comunidad científica internacional, pero ha causado enorme revuelo en los medios colombianos, por las dimensiones de la afirmación. “Si eso llega a ser cierto, Manuel Elkin Patarroyo sería el hombre más importante del mundo”, afirma el genetista Emilio Yunis, a quien Patarroyo considera un científico de primera línea. “El quid del asunto es que eso está por demostrarse”.
Un científico mediático
Nacido en Ataco, Tolima, en 1946, graduado de Medicina de la Universidad Nacional con una especialización en Inmunología en la Universidad Rockefeller, de Nueva York, donde conoció a sus más grandes mentores, entre ellos varios premios Nobel, Patarroyo se ha sabido mover igual de bien en el ámbito científico y en los círculos sociales.
Durante el bachillerato ya daba muestras de su genialidad. De hecho, cuando intentó ingresar al Colegio José Max León, tras haber sido expulsado de un colegio oficial por irreverente, el rector lo retó a resolver varios problemas matemáticos, cada vez más complicados, quizás con el ánimo de vencerlo. Pero Patarroyo los solucionó con una tremenda velocidad y se ganó el cupo.
Sin embargo, no fue un alumno brillante en la Universidad. En la facultad de Medicina de la Nacional, sus compañeros debían ayudarle cada vez que se venía un examen, porque Patarroyo se la pasaba encerrado en el laboratorio haciendo ciencia. Bien sabía que no iba a ejercer jamás y que lo suyo era la química y la inmunología, tal y como lo demostraría con creces en la exclusiva Universidad Rockefeller.
Apto para haber hecho ciencia en cualquier lugar del mundo, Patarroyo se decidió por Colombia, no solo para investigar sino para entrenar él mismo los científicos con los que quería trabajar. Famosas, por ejemplo, fueron sus cátedras en el auditorio del Planetario Distrital, donde ofrecía clases gratuitas a cientos de estudiantes que asistían de noche voluntariamente, ávidos de conocimiento.
Por eso muchos de quienes han sido sus discípulos y se hicieron científicos bajo su tutela, le guardan un respeto reverencial. “Todos los que nos dedicamos a las ciencias básicas le debemos todo a él –afirma Clara Espinel, una bióloga que trabajó con Patarroyo en el Hospital San Juan de Dios en la década de los ochenta–. El patólogo Carlos Fernando García, quien gracias a Patarroyo hoy trabaja en el Mercy Hospital de Chicago, alaba su inteligencia y su aptitud para innovar. “Sus publicaciones hablan de su trabajo. Posee una memoria y una capacidad de lectura superior al promedio. Va adelante muy rápido y tiene una muy buena visión para el futuro inmediato. Además ha entrenado a mucha gente en el campo científico. Eso es admirable”.
Pero así como ha construido una sólida imagen de investigador, con 325 publicaciones mundiales en medios especializados (no hay otro científico en Colombia que ostente un récord similar) y premios tan prestigiosos como el Robert Koch (es el único iberoamericano que lo ha recibido), así también ha forjado una imagen mediática extraña en los hombres de ciencia, que ha provocado que el ciudadano común lo vea como una estrella, un ejemplo de Colombia para el mundo como lo es Shakira en el campo de la música pop y Juan Pablo Montoya en el campo del deporte. Se codea por igual con científicos de renombre que con presidentes nacionales y extranjeros, y aun con empresarios, escritores y artistas. Aparece con frecuencia en las páginas sociales y se vanagloria de su especial amistad con el rey de España.
Quizás por orgullo o por dejarse tentar por la vanidad, un pecado capital que lo hace tan humano como cualquier otra figura pública, es sabido que a Patarroyo le gusta exhibirse y a veces no solo entre sus pares sino más allá de su ámbito. Tal actitud es la que incomoda a algunos científicos. Al fin y al cabo, una cosa es discutir entre pares y otra llenar de expectativas al público común, que no sabe discernir muy bien qué es lo que en realidad quiere decir. “En el campo de la ciencia deben prevalecer el silencio y la prudencia”, le dijo a CROMOS un discípulo de Patarroyo que quiso mantener su nombre en reserva.
La disciplina científica de Patarroyo, la del hombre sabio encerrado en su laboratorio ajeno a lo que ocurre en el exterior, contrasta con su notable figuración pública, y es quizás este contraste el que ha suscitado odios y amores. Tal vez porque habla de sus alcances científicos con un desparpajo que muchos de sus colegas definen como imprudencia. Pero Patarroyo no se inquieta frente a estas críticas inanes, que según él no tienen nada que ver con la ciencia. “La gente confunde la alegría de vivir que tengo con la irresponsabilidad. Dicen que soy un fantoche, pero la seriedad está aquí, en mis publicaciones. Lo que yo tengo es ausencia de solemnidad”.
El caso es que la abrumadora popularidad que le reportó haber desarrollado la primera vacuna sintética contra la malaria en 1986, le pasó la cuenta de cobro en los mismos medios cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió dejarla inactiva por no lograr una efectividad en humanos mayor al 40 por ciento.
Quizás fue malinterpretado por la prensa. “Yo siempre sostuve que la efectividad de la vacuna oscilaba entre el 30 y el 50 por ciento”, aclara, pero ya el camino mediático había avanzado de tal forma que era fácil imaginar, fuera de los laboratorios, que aquella vacuna significaría el Nobel y, de paso, su consagración.
Lejos estaba Patarroyo de convencerse. De puertas para adentro, lejos de las cámaras, han transcurrido al menos otros 21 años de experimentación, durante los cuales ha tenido que sortear las ráfagas de quienes ponen en duda sus adelantos. “Fui testigo de muchos ataques calumniosos contra Manuel Elkin –asegura Mateo Obregón, matemático y programador que trabajó en el Instituto de Inmunología durante ocho años–. Y mientras tanto debíamos trabajar sin sueldos y sin recursos para sacar adelante un proyecto que era el de un visionario. Y eso que el presupuesto anual del Instituto equivale al de unas semanas en cualquier institución similar en Europa y en Estados Unidos”.
Las benditas manitas
Con la paciencia de un profesor de bachillerato, Patarroyo intenta explicar el trabajo que hoy lo tiene de nuevo en el centro de atención, por cuenta de decir, con una seguridad pasmosa, que ha desarrollado –¡por fin!– una nueva vacuna contra la malaria con efectividad del 90 por ciento.
Según el inmunólogo, el defecto que tenía la primera vacuna, bautizada con el nombre de SPf66, era que no detectaba con exactitud de qué manera el parásito se agarraba al glóbulo rojo del mico para infectarlo, y así era muy difícil generar una inmunidad eficaz. “Un colaborador, Mauricio Calvo, fue quien me lanzó de pronto la pregunta: ‘¿Qué partes del parásito son las que, en realidad, hacen que el parásito se pegue al glóbulo rojo del mono?’. ¡Bingo!, grité yo. Habíamos encontrado el concepto”.
A partir de ese momento Patarroyo y su equipo se dedicaron no solo a detectar esas partes, es decir cada una de las manitas con las que el parásito se aferra al glóbulo rojo, sino la forma de cambiarlas químicamente para que el sistema inmunológico pudiera detectarlas y generar anticuerpos específicos contra esas manitas. “El problema era que el sistema inmunológico es ciego y esas manitas estaban camufladas. Lo que hicimos nosotros fue alterarlas químicamente, de manera que quedaran visibles frente a los anticuerpos y éstos pudieran actuar con eficiencia”.
Por supuesto, no fue nada fácil. Patarroyo señala su cuaderno verde, que él llama su bitácora. “Miren. Un científico está acostumbrado al fracaso –afirma mientras pasa las páginas–. ¡Siete años de fracasos absolutos! Aquí, cero; aquí, cero; aquí, en 200 micos solo funcionó una molécula…; aquí, cero. Cuatro mil experimentos y 38.000 moléculas después, descubrimos lo que tocaba reemplazar y las reglas del juego que hay que utilizar para que el parásito de la malaria no se pueda agarrar al glóbulo rojo”. Luego cierra el cuaderno y concluye: “Esto no me lo estoy sacando del cubilete, como afirman por ahí”.
Lo revolucionario del concepto es que, según Patarroyo, esta misma técnica no solo sirve contra la malaria. “El que siga estos principios, estará en capacidad de fabricar vacunas contra cualquiera de las 517 enfermedades infecciosas como lo hicimos nosotros, sino en seis meses, si mucho un año”.
Un hombre demasiado locuaz
Sin embargo, ante semejante descubrimiento, Patarroyo parece haber caído nuevamente en la figuración mediática que tantos dolores de cabeza le ha producido en el pasado. Al menos eso es lo que piensa Emilio Yunis.
Patarroyo ha garantizado una y otra vez en las últimas semanas que la nueva vacuna contra la malaria es 90 por ciento efectiva, gracias a los resultados que arrojó su experimento con monos. “Solo hace falta ensayarla en humanos –afirma con resolución absoluta–. Pero estoy convencido de que tendrá la misma efectividad porque ambos sistemas inmunológicos son prácticamente idénticos”.
Pero mucho teme Yunis que Patarroyo esté pensando con el deseo. “Una cosa es decir que la vacuna es efectiva en micos y otra muy distinta comprobar que es efectiva en humanos –advierte el genetista–. Y si dice que solo hace falta ensayarla en humanos, ese ‘solo’ es un solo muy grande. Porque por el momento lo que tiene Manuel Elkin es una conjetura, que la ciencia no avalará sino con su demostración en humanos”.
La propia revista Chemical Reviews no tiene el mismo optimismo que Patarroyo. “Lo que dice es válido, pero puede que no sea posible –argumenta Robert Kuchta, editor asociado de la publicación–. Hacer una vacuna es diferente de hacer una vacuna que sirva”.
Aun así, nadie parece poner en duda que el decálogo de Patarroyo es un avance enorme en la búsqueda de vacunas sintéticas. “El estudio molecular que acaba de presentar es admirable y es una bofetada a quienes decían que había fracasado”, dice la bióloga Clara Espinel. Y no lo ponen en duda por una sencilla razón: si los científicos se miden por sus publicaciones, Patarroyo tiene de sobra para competir con cualquiera. “Yo no voy a discutir con alguien que no me dé la talla en papers. No es por soberbia, sino porque así funciona la ciencia, discutimos entre pares –afirma–. Si Chemical Reviews, por ejemplo, me detecta un error, me preocupo. Si mi par me hace anotaciones, bienvenidas. De resto es banalizar la ciencia”.
Pero falta ver qué sucede cuando la vacuna se ponga a prueba en humanos. Como dice Carlos Fernando García: “Quienes lo estimamos y lo admiramos, lo que más quisiéramos ver son los resultados de sus proyectos en revistas como Science o Nature y luego el de sus trabajos clínicos en New England Journal of Medicine o en Lancet. Esto sería la culminación exitosa de un persistente e intenso trabajo de más de treinta años con muchos altibajos y enfrentando adversidades prácticamente solo. De paso, daría por terminadas las polémicas en los medios no científicos”.
Fernando Gómez y Gloria Castrillón | Cromos.com.co
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