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(Fotografía de archivo particular)
Me han alegrado el día las noticias que recibo del amigo Patarroyo en Colombia. Su vacuna contra la malaria está a punto de ser realidad. Lleva años, decenios persiguiendo un remedio eficaz contra una enfermedad que se lleva por delante a más de dos millones de vidas al año (la gran mayoría, niños), y todo apunta a que su actual y definitiva versión de vacuna sintética, que ha desarrollado tras una tortuosa carrera de fondo salpicada de obstáculos propios de una película de suspense, podrá coronar felizmente las investigaciones que este afable quijote irreductible de la medicina latinoamericana lleva a cabo desde el primer día de su dilatada trayectoria científica entre Bogotá y un laboratorio de la selva amazónica con los aotus, sus fieles monos familiares, origen de algún que otro disgusto en la azarosa vida del Premio Príncipe de Asturias amigo
de España y en particular de Canarias. ¿Por qué me alegraron el día esas buenas noticias?
Porque sé que Manuel Elkin Patarroyo (que está a milímetros de conseguir un hito: solo hay poco más de una decena de vacunas para más de 500 enfermedades infecciosas), junto a su hijo y un equipo de investigadores de talante cuasi misionero lo han dado todo en la clandestinidad de un país en precario como Colombia por vencer al anofeles que transmite un mal que padecen 2.000 millones de personas; porque su primera vacuna, hace ya 25 años, la famosa SPf66 sufrió toda suerte de adversidades en absoluto casuales en los ensayos con humanos en África, dado que el padre del descubrimiento proclamó ingenuamente a los cuatro vientos que la donaría a la humanidad, promesa que sentó a cuerno quemado en la industria farmacéutica, y porque mientras Bill Gates destina millones a espuertas a las dudosas hazañas del español Pedro Afonso, este Robin Hood de la ciencia de los pobres no se ha rendido en una carrera contra reloj para aniquilar al plasmodium que arrebata una vida humana cada diez segundos en el mundo.
Ahora España, como últimamente Colombia, regatea fondos para la investigación, y acaso solo le salve de la sequía de la crisis su amigo Carlos Slim, que una vez le prometió financiar los últimos metros de su vacuna, sin frustrar su sueño de donarla, no ya a la OMS (de la que no se fía), sino a un consorcio hispano-colombiano que la distribuya a un precio simbólico.
En sus comedidas pistas sobre la ‘Colfavac’ (Colombian Falciparum Vaccine), la vacuna final que guarda como oro en paño a falta de las pruebas oficiales en voluntarios, Patarroyo afirma que ha conseguido un nivel de protección superior al 80%, suficiente para erradicar esta pesadilla que le quita el sueño a un tercio de la humanidad. Dios le oiga. Tendremos oportunidad de hablar con él muy pronto si, como me adelantaba ayer Basilio Valladares, amigo personal del colombiano y presidente del Instituto de Enfermedades Tropicales, logra traerlo a la isla en febrero para apadrinar una nueva fundación.
Lo he visto hundido en la miseria, al borde del precipicio, acorralado, perseguido por tierra, mar y aire, por la banca y los tribunales, postrado en una cama entre la vida y la muerte por un serio revés de salud, y lo he visto, después, resucitar inasequible al desaliento y volver a enfundarse el mono de trabajo, para disgusto de sus detractores. Patarroyo tiene buenos amigos en las islas, en las universidades y hasta en los carnavales que le chiflan. Pronto vendrá con buenas noticias bajo el brazo para el tercer mundo y con malas noticias para el mosquito que ha sido el peor ‘dolor de cabeza’ de la humanidad desde hace miles de años. Esta historia se cuenta y no se cree.
Carmelo Rivero
Fernando Márquez
(Fotografía de archivo particular)
Me han alegrado el día las noticias que recibo del amigo Patarroyo en Colombia. Su vacuna contra la malaria está a punto de ser realidad. Lleva años, decenios persiguiendo un remedio eficaz contra una enfermedad que se lleva por delante a más de dos millones de vidas al año (la gran mayoría, niños), y todo apunta a que su actual y definitiva versión de vacuna sintética, que ha desarrollado tras una tortuosa carrera de fondo salpicada de obstáculos propios de una película de suspense, podrá coronar felizmente las investigaciones que este afable quijote irreductible de la medicina latinoamericana lleva a cabo desde el primer día de su dilatada trayectoria científica entre Bogotá y un laboratorio de la selva amazónica con los aotus, sus fieles monos familiares, origen de algún que otro disgusto en la azarosa vida del Premio Príncipe de Asturias amigo
de España y en particular de Canarias. ¿Por qué me alegraron el día esas buenas noticias?
Porque sé que Manuel Elkin Patarroyo (que está a milímetros de conseguir un hito: solo hay poco más de una decena de vacunas para más de 500 enfermedades infecciosas), junto a su hijo y un equipo de investigadores de talante cuasi misionero lo han dado todo en la clandestinidad de un país en precario como Colombia por vencer al anofeles que transmite un mal que padecen 2.000 millones de personas; porque su primera vacuna, hace ya 25 años, la famosa SPf66 sufrió toda suerte de adversidades en absoluto casuales en los ensayos con humanos en África, dado que el padre del descubrimiento proclamó ingenuamente a los cuatro vientos que la donaría a la humanidad, promesa que sentó a cuerno quemado en la industria farmacéutica, y porque mientras Bill Gates destina millones a espuertas a las dudosas hazañas del español Pedro Afonso, este Robin Hood de la ciencia de los pobres no se ha rendido en una carrera contra reloj para aniquilar al plasmodium que arrebata una vida humana cada diez segundos en el mundo.
Ahora España, como últimamente Colombia, regatea fondos para la investigación, y acaso solo le salve de la sequía de la crisis su amigo Carlos Slim, que una vez le prometió financiar los últimos metros de su vacuna, sin frustrar su sueño de donarla, no ya a la OMS (de la que no se fía), sino a un consorcio hispano-colombiano que la distribuya a un precio simbólico.
En sus comedidas pistas sobre la ‘Colfavac’ (Colombian Falciparum Vaccine), la vacuna final que guarda como oro en paño a falta de las pruebas oficiales en voluntarios, Patarroyo afirma que ha conseguido un nivel de protección superior al 80%, suficiente para erradicar esta pesadilla que le quita el sueño a un tercio de la humanidad. Dios le oiga. Tendremos oportunidad de hablar con él muy pronto si, como me adelantaba ayer Basilio Valladares, amigo personal del colombiano y presidente del Instituto de Enfermedades Tropicales, logra traerlo a la isla en febrero para apadrinar una nueva fundación.
Lo he visto hundido en la miseria, al borde del precipicio, acorralado, perseguido por tierra, mar y aire, por la banca y los tribunales, postrado en una cama entre la vida y la muerte por un serio revés de salud, y lo he visto, después, resucitar inasequible al desaliento y volver a enfundarse el mono de trabajo, para disgusto de sus detractores. Patarroyo tiene buenos amigos en las islas, en las universidades y hasta en los carnavales que le chiflan. Pronto vendrá con buenas noticias bajo el brazo para el tercer mundo y con malas noticias para el mosquito que ha sido el peor ‘dolor de cabeza’ de la humanidad desde hace miles de años. Esta historia se cuenta y no se cree.
Carmelo Rivero
NOTA: A diferencia de Colombia, donde existe tanto dizque
ambientalista que hace todo lo posible por torpedear el trabajo honesto de
estos quijotes contando con el auspicio de poderosos grupos extranjeros y de
ciertos medios de comunicación, en el resto del mundo se reconocen su esfuerzo,
dedicación y capacidad de trabajo, puestos al servicio de la humanidad que más
lo necesita, de los más pobres, de aquellos que malviven con menos de un dólar
diario, para quienes pagar los 25 dólares o más que podría costar una sola
dosis de vacuna –si es que logran producir alguna– es impensable, es un
imposible físico, muy lejos de los 15 ó 20 centavos que vale la producción de cada dosis
por cuenta de la FIDIC.
Mientras tanto Colombia es desangrada por multinacionales
mineras, farmacéuticas, hoteleras, por personajes para quienes el Amazonas, los
parques nacionales, los páramos, las fuentes de agua, la salud y las zonas que
debemos proteger por ser recursos vitales son simples cotos de caza donde
llenarse los bolsillos destruyendo el patrimonio de todos sin que los tales
ambientalistas abran la boca para defender ni un solo centímetro del territorio
amenazado, ni una sola gota de agua, ni un solo frailejón, ni un solo centavo
de los que nos cobran en exceso por medicamentos de importancia crítica para
preservar la salud. Esos tales son
simplemente cómplices de los negociantes o, en el mejor de los casos, idiotas
útiles de los verdaderos interesados.
Fernando Márquez
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