Un fallo del Consejo de Estado le quitó el permiso al científico para
usar los monos del Amazonas en sus investigaciones sobre la vacuna contra la
malaria.
En los últimos 30 años difícilmente el científico Manuel Elkin Patarroyo
había estado en una situación tan compleja como por la que atraviesa en este
momento. Según él, justo cuando estaba a punto de terminar las pruebas de una
vacuna “altamente efectiva” contra la malaria y de anunciar el desarrollo de
otras contra la tuberculosis, el papiloma, el sida y varios tipos de cáncer, un
fallo del Consejo de Estado le quitó uno de los pilares de su investigación:
los micos Aotus vociferans.
Estos animales, por tener un sistema inmunológico similar al de los humanos, son una pieza fundamental para probar vacunas y medicamentos en todo el mundo. Por ser abundantes en la Amazonia, Patarroyo empezó a usarlos desde 1984 para sus primeros ensayos, que le permitieron llegar a su vacuna original, denominada SPf66, en 1987, que finalmente no tuvo aplicación práctica.
Su método para buscar una vacuna sintética fue reconocido por muchos como el mejor camino para enfrentar la malaria, una enfermedad que azota cada año entre 200 y 300 millones de personas y causa la muerte a cerca de 1.200.000, pero aún no cuenta con una vacuna efectiva.
Desde 1984, Patarroyo ha usado más de 20.000 monos, siempre en busca de la vacuna contra la malaria. Hace unos años, él y su equipo empezaron a indagar cómo evitar que el parásito penetrara en los glóbulos rojos y se expandiera en la sangre. Según él, de tener éxito, esta aproximación le serviría para encontrar vacunas para otras enfermedades transmitidas por parásitos y virus. Con escasos recursos, que él atribuye a diferencias con Colciencias, continuó trabajando en su Fundación Instituto de Inmunología Colombiano (Fidic), con apoyo del gobierno español y la Universidad del Rosario.
Según lo que él cuenta, justo cuando estaría a punto de probar una vacuna “altamente efectiva” contra la malaria, le salió el problema con los micos. Ángela Maldonado, una administradora de empresas con una maestría en Conservación de Primates y doctorado en Conservación del departamento de Antropología y Geografía de la Oxford Brookes University, empezó a investigar hace 10 años cómo son cazados, llevados y liberados los micos en la estación de Leticia de Patarroyo. Según sus denuncias, el Fidic habría abusado, con la complicidad de las autoridades ambientales, del permiso que tenía para usar hasta 800 micos Aotus vociferans, pues en su laboratorio fueron encontrados más ejemplares de los permitidos y de otras especies como los Aotus nancymaae, que se supone no existe en Colombia. Maldonado denunció que alrededor de las investigaciones de la Fidic habría contrabando de animales, tala indiscriminada de selva para su captura y que muchos son liberados siendo portadores de la malaria. Y decidió interponer una acción popular. Patarroyo niega rotundamente todas las acusaciones.
En mayo de 2012, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca falló en favor de la demandante porque el Fidic habría violado el permiso para usar una sola especie de monos y ordenó suspender su cacería. Sin embargo, se abstuvo de solicitar una denuncia penal por tráfico de animales, pues pese a que Maldonado y otros alegan que los Aotus nancymaae son peruanos y llegaron ilegalmente a Colombia, hay nuevos estudios que muestran que esa especie se encuentra en territorio colombiano desde hace siglos.
La Fidic, Corpoamazonia, el Ministerio de Ambiente y la Procuraduría impugnaron el fallo, que fue asumido por el Consejo de Estado. Este, a finales de 2013, decidió revocar la licencia para el uso de los micos de Patarroyo con el argumento de que se violó la moralidad pública al usar monos de otra especie para la que no se tenía licencia, porque no hubo un control del manejo de estos animales y porque se incumplieron algunos requisitos. Para que pueda usar de nuevo estos animales para sus investigaciones, Patarroyo deberá cumplir con una serie de trámites, como sacar una nueva licencia, lo que, según él, podría tomarle entre cuatro y ocho años.
Las comunidades indígenas del Amazonas, cuyos miembros han tenido la autorización para capturar a los primates y vendérselos a la Fidic, decidieron apelar el fallo. “No fuimos escuchados y nadie del Consejo de Estado vino hasta acá para comprobar que la mayoría de los argumentos de la señora Maldonado son falsos”, dice Jorge Ahuanari, presidente de la Asociación de Cabildos Indígenas del Trapecio Amazónico (Acitam).
Patarroyo también pedirá la revisión y anunció que demandará penalmente a Maldonado por injuria, calumnia y daño a su buen nombre a escala mundial, puesto que lo ha tildado de traficante internacional en los numerosos eventos mundiales a los cuales ella asiste. Incluso dijo que detrás de ella y su asociación hay un gran apoyo de entidades inglesas que buscan frenar sus investigaciones para que las farmacéuticas multinacionales puedan sacar al mercado su vacuna contra la malaria antes de 2015. Por su parte, Maldonado también decidió demandar a Patarroyo y desmintió que semejante complot exista.
Más allá de esta polémica, es un hecho que en torno a la vacuna por la
malaria hay una verdadera carrera entre las multinacionales farmacéuticas para
ver cuál saca la primera versión comercial. Patarroyo sostiene que él está
entre aquellos que creen que tal vacuna no debería costar más de un dólar,
mientras que una farmacéutica que le planteó comercializar su vacuna dijo que
esta debería valer 150 dólares para ser viable.El hecho es que el primero que
salga al mercado fijará su precio.
Germán Velásquez, subdirector del South Centre y uno de los mayores expertos en el tema sobre el acceso a medicamentos para los más pobres, dijo que el fallo es una vergüenza. “Yo estuve en Leticia hace un par de años viendo la estación y el trato a los miquitos, y puedo decir que vi los más altos estándares. Aquí de lo que se trata es de salvar millones de vidas, y si hay dificultades, las autoridades deben controlarlas sin cerrar una estación que es vital para la humanidad”.
No es la primera vez que Manuel Elkin Patarroyo está en el centro de una polémica. Sin embargo, en esta ocasión su situación es compleja. Más allá de que sus investigaciones tienen tanto fervientes convencidos de que de ellas saldrá una vacuna efectiva contra la malaria, así como contradictores que creen exactamente lo contrario, el hecho es que el fallo del Consejo de Estado deja sus investigaciones en veremos. Y pone de presente, una vez más, lo polémicas que pueden llegar a ser las sentencias de las altas cortes: por cuenta de la protección de los derechos de los monos amazónicos, parte de la investigación sobre malaria en Colombia quedará paralizada hasta que el doctor Patarroyo cumpla, entre otras, con las condiciones de pedir una nueva licencia, hacer un zoocriadero y crear un comité que supervise su trabajo con los Aotus vociferans.
NOTA:
Tiene
razón Germán Velásquez, colombiano experto en el tema de acceso a medicamentos
para los más pobres cuando dice que el
fallo del Consejo de estado Colombiano que le prohíbe a Patarroyo utilizar
micos para las pruebas de sus vacunas es una vergüenza, lo que,
a mi juicio, es un calificativo demasiado suave para el exabrupto mayor que
constituye frenar una investigación como la del científico colombiano y su
grupo, no solo por las implicaciones que tal falla, no fallo, tiene para las
personas que cada año se enferman y mueren de malaria, niños en su mayoría,
sino porque de carambola, supongo, se beneficia a la industria farmacéutica
multinacional, ávida de las utilidades obtenidas a punta de vender
medicamentos, no siempre efectivos y casi siempre a precios inalcanzables para la gente de menores
ingresos, que son la mayoría.
Me refiero a la industria
que por algún misterioso azar obtuvo permiso para vender en Colombia
medicamentos a precios hasta dos mil veces superiores a otros idénticos
vendidos en países vecinos. La misma que tan generosamente premia a quienes
favorecen sus intereses o le sirven a sus maniobras comerciales, no siempre
éticas o legales.
Los argumentos invocados por los
Magistrados Enrique Gil y Elizabet Lozzi son de un candor que aterra: para ellos
“los derechos de los animales silvestres
y los vegetales de la selva” tienen más peso que la cantidad de enfermos y
muertos por esa devastadora enfermedad.
Tanto los animales como los recursos naturales deben ser objeto de
respeto y protección, sin ninguna discusión, pero eso no puede significar el
cortar de raíz el uso controlado de estas y otras especies para el desarrollo
de investigaciones destinadas a salvar vidas humanas. Con todo respeto, doctores Gil y Lozzi, pero
un mico no puede ser más importante que un niño, máxime si el mico se trata y
se devuelve a su ambiente natural en buenas condiciones mientras el niño va al
cementerio. Si su tesis se impone en contra del sentido común, de la humanidad
y la justicia, la ciencia y la investigación hechas en Colombia habrán retrocedido
muchos años por su culpa.
Las conclusiones autorizadas y científicas del
Instituto de Genética de la Universidad Nacional de Colombia y los conceptos de
las autoridades indígenas de la región amazónica, que saben bien de qué hablan,
deben tener por lo menos la misma consideración que las acusaciones de la
señora Maldonado y sus socios. No tienen
ningún derecho a ignorarlos, tienen la obligación moral y legal de escucharlos
si es que les interesa actuar no solo en derecho sino con el criterio humanista
que debería regir todos sus actos.
El barniz verde que adorna los argumentos que
les han presentado es solo eso: un barniz que nunca logrará cubrir ni uno solo
de los muertos por enfermedades prevenibles en el mundo ni ocultar que el tráfico de especies de que se acusa a Patarroyo no existe porque se ha demostrado científicamente que en Colombia existen poblaciones autóctonas de los micos en cuestión.
Claro que existe una carrera
entre las multinacionales farmacéuticas para ser los primeros en producir y
comercializar una vacuna contra la malaria que les produzca las extravagantes utilidades
a que están acostumbrados. Su negocio, no lo olviden, es vender medicamentos
para tratar las enfermedades, no para evitarlas, a menos que la producción de
alguna vacuna les permita ganar más dinero que el tratamiento que promueven y
para ello están dispuestos a apelar a cualquier estrategia, aunque después tengan
que pagar enormes multas por prácticas non sanctas, como la inglesa GlaxoSmithKline,
multada recientemente en los Estados Unidos con 3000 millones de dólares por promoción
ilegal de medicamentos y por mentir sobre
los precios. Si eso hacen allá no podemos esperar que aquí hagan menos, al fin
de cuentas esas son cifras irrisorias comparadas con los muchos miles de
millones que ganan cada año.
Las recientes declaraciones de un
alto funcionario de Bayer, Marijn Dekkers, quien no tuvo ningún problema en
declarar a la revista revista 'Bloomberg Business Week' que “No producimos medicamentos para los indios.
Los producimos para los pacientes occidentales que pueden permitírselos” da
una idea bastante clara de la
filosofía que gobierna las actividades de estas empresas.
La vacuna que para
Patarroyo no debería costar más de un dólar, para las farmacéuticas debe valer 150
dólares “para ser viable”, es decir, más rentable que las medicinas
antimaláricas, de lo contrario, con Patarroyo bloqueado, las esperanzas de los
más pobres que menciona Germán Velásquez, se perderán en un laberinto de leyes generosas en su espíritu pero mal interpretadas y peor ejecutoriadas.
Los micos en este caso no serán los de Patarroyo sino los de los señores
abogados, tan apegados a la ley que por eso pierden toda perspectiva de
justicia.
Las leyes son subjetivas,
susceptibles de interpretación, de sesgos, la ciencia es objetiva por naturaleza,
concreta, mensurable, como cada muerto por malaria.
Fernando Márquez
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