jueves, 14 de junio de 2012

Ser papá tiene su ciencia

Manuel Elkin Patarroyo, el científico más reconocido del país, reveló a CARRUSEL su faceta familiar.

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Tiene 26 doctorados honoris causa, es autor de 338 papers divulgados en las publicaciones científicas más prestigiosas del mundo, es ganador de los premios Robert Koch, Príncipe de Asturias y Edimburgo (considerados pre Nobel), entre muchos otros, y creador de las vacunas sintéticas.

Pero cuando le preguntan por la alegría más grande de su vida, Manuel Elkin Patarroyo, el investigador colombiano más reconocido del planeta, responde que fue haberse convertido en papá de sus tres hijos: Manuel Alfonso (40 años), María Cristina 'Tina' (36) y Carlos Gustavo (33).



Se trata de una felicidad que, asegura, se multiplicó con "total alcahuetería" con el nacimiento de sus nietas, María Alejandra, de 10 años, y Juliana, de ocho.

"A ellas he podido disfrutarlas... Además, me cogieron cuando ya estaba blandito", dice el profesor Patarroyo, mientras Manuel Alfonso, doctor en Ciencias y ranqueado como el tercer investigador más prolífico del país, levanta las cejas, mira hacia el techo y le da la razón: "Era estricto. No era particularmente querendón... Claro, de viejo, sí. Aunque no era hosco, sí era bravo. Pero ha cambiado mucho con las nietas".



Carlos, doctor en Filosofía, difiere un poco del diagnóstico: "A mí me lo arreglaron mis hermanos mayores; me tocó un papá más blando. Siempre teníamos la rutina de que yo era el primero en saludarlo cuando llegaba a la casa por las noches... Lo oía llegar y bajaba corriendo las escaleras. Ese era el momento del beso de la saludada. Ahora, sí era exigente. En eso no ha cambiado".

La pediatra María Cristina Gutiérrez, su esposa, su coequipera y compañera de toda la vida, admite que al doctor Patarroyo nunca se le han dado los asuntos de la casa, "no sabe ni cuánto vale una bolsa de leche, pero eso sí, como papá siempre ha estado cuando se ha necesitado", dice.

Se puede decir que él y María Cristina trataron de proyectar con rigor científico el nacimiento de sus hijos. Decidieron que serían tres, que preferiblemente la niña fuera la de la mitad y que habría, entre uno y otro, un espacio de tres años, como en efecto ocurrió. "La cosa fue muy sencilla: pensamos que así, tanto para ellos como para nosotros, era la mejor época para educarlos. Si esperábamos más, la diferencia generacional sería más grande", explica el profesor.



Pese a lo planeado, la llegada al mundo de su primer hijo estuvo lejos de ser exacta. "Manuel Alfonso fue lo más emocionante para mí. Nació prematuro, de seis meses y medio; apenas pesaba 1.200 gramos. Eso fue muy fuerte. Lo esperábamos para dos meses después, pero él se descolgó un domingo, cuando yo estaba en el laboratorio. Duró 15 días en incubadora. Pensé que no iba a salir adelante", recuerda el inmonólogo.

El primer recuerdo que Manuel Alfonso tiene con su papá eran los paseos en triciclo a medianoche. "Yo tendría cuatro años; él llegaba a las 11 o 12 de la noche. A esa hora él me paseaba en triciclo por los alrededores. A cada zona o calle por donde podíamos meternos le ponía el nombre de una ciudad. 'Vamos por París y volteamos por Estocolmo', me decía".

Patarroyo explica que con eso, como con los principios, valores y actitudes que ha promovido en sus hijos, siempre buscó darles mundo, "quería que ellos supieran comportarse, hablar, conocer. Creo que eso lo he logrado. Nunca participé mucho en sus juegos ni fui a reuniones en sus colegios". Tanto que reconoce con risa, y algo de pena, que el acudiente siempre fue Javier Bejarano, un amigo de la familia: "Cuando llamaban a Patarroyo, él levantaba la mano y decía 'yo'".

Insiste, no obstante, en que en la casa siempre se promovió la excelencia. "El ambiente fue favorable para que se formaran bien y con respeto por su independencia, aunque poco les ayudé con las tareas...", y Carlos lo interrumpe: "Menos mal...".

¿Hijos de tigre?

Los Patarroyo-Gutiérrez se han movido siempre en entornos ligados con la medicina y la investigación; abuelos, padres, tíos y amigos cercanos han tenido relaciones directas con estos campos. A pesar de eso, los hijos del profesor Patarroyo aseguran que nunca se sintieron presionados a seguir el mismo camino. Cada uno llegó a su carrera por iniciativa propia, inspirados por el ejemplo de disciplina y persistencia de su papá, que casi raya con la terquedad.

Carlos y Manuel Alfonso -que siguió los pasos de Patarroyo y trabaja hombro a hombro con él en la Fundación Instituto de Inmunología de Colombia- reconocen que su padre es una figura polémica, que si bien despierta mucha admiración, también tiene duros contradictores.

"Mi papá es un hombre muy apasionado, pero quizá la característica que más nos sorprende es su capacidad de aguante. Ninguno de nosotros se siente capaz de soportar lo que él. Yo en su lugar me hubiera derrumbado más de una vez", dice Manuel Alfonso, sobre la base de que, pese a ser un investigador respetado y reconocido en los círculos más importantes de la ciencia en el mundo, en Colombia eso no pasa. "Aquí hay gente que se atreve a criticarlo o a descalificarlo, aun cuando ignora la naturaleza y los objetivos de su trabajo", insiste. Carlos opina, de hecho, más que un investigador, Patarroyo "es un benefactor de la humanidad".

Con el tiempo, el inmunólogo ha ido reconociendo que la investigación y el agite de su trabajo le impidieron, durante años, disfrutar a plenitud sus hijos. Sin embargo, con la llegada de sus nietas, hijas de Tina, él se dio la licencia de ser un abuelo querendón y alcahueta. Cuenta que en torno a ellas (hoy radicadas con su familia en Chile) se agrupaba el núcleo familiar los fines de semana, algo extraño en un trabajador de 24 horas, siete días a la semana.



Dice que le dolió mucho que ellas se fueran, por lo que aprovecha al máximo sus visitas, "pasan las vacaciones largas aquí y son ellas las que me presionan para que las lleve al laboratorio del Amazonas. Son niñas que han crecido sin miedos, capaces de hacer 'safaris nocturnos' para coger sapos y otros animales que a mí me causaban susto, hasta que me compartieron su técnica para atraparlos: 'Consíguete un par de bolsas, te las pones en las manos y te les abalanzas encima'. Listo".

Ellas lo adoran y sus hijos hace tiempo lo graduaron de buen papá. Y María Cristina, su esposa, segura del inmenso valor que tiene como científico, lo apoya, lo comprende y se mantiene sólida y prudente a su lado. Solo una vez ella, por petición de colegas y colaboradores de Patarroyo, tuvo que pronunciar un discurso durante un homenaje organizado para el profesor en el Instituto. "Es el discurso más corto que he oído, porque se redujo a una sola frase: "Señores, gracias por tenérmelo aquí", recuerda riéndose.

Patarroyo, el científico más reconocido de América Latina, insiste en que ser papá es una labor que se construye día a día, "es la más grande de las responsabilidades y para la cual a uno no lo educan. Para eso no hay doctorados. Ni siquiera una primaria".

Carlos Francisco Fernández

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