lunes, 4 de marzo de 2013

Patarroyo contra la Malaria: La guerra en 20 segundos

>> Leer en Canarias3puntocero

Publicado por  l 1 marzo, 2013
Ricardo Melchior, que habló después de la ministra de Sanidad de Senegal, Eva Marie Coll Seck, no dudó en decir que se estaba celebrando en el Cabildo que preside “un acto muy importante para la humanidad”
Ricardo Melchior, que habló después de la ministra de Sanidad de Senegal, Eva Marie Coll Seck, no dudó en decir que se estaba celebrando en el Cabildo que preside “un acto muy importante para la humanidad”
La palabra de Patarroyo suena con fuerza en el salón noble expectante del Cabildo, abarrotado de un público que, o bien ha oído hablar mucho de él, porque ya se ha convertido en todo un mito en la isla, o lo ha podido escuchar anteriormente con gratísimo recuerdo, el suficiente para repetir. Patarroyo toma la palabra y dice que va a resumir 33 años de vida en 45 minutos. Y su vida es la historia de David contra Goliat, la de un modesto científico colombiano contra un mosquito milenario que se ha llevado por delante a celebridades y millones de seres del tercer mundo.
Ricardo Melchior, que habló después de la ministra de Sanidad de Senegal, Eva Marie Coll Seck, no dudó en decir que se estaba celebrando en el Cabildo que preside “un acto muy importante para la humanidad”. Nacía la Fundación Canaria para el Control de las Enfermedades Tropicales (el cauce de un mecenazgo que demanda el Instituto del mismo nombre para sobrevivir en tiempos de apagón presupuestario), que es una empresa de admirables quijotes de la ciencia capaces de transformar el mundo de la epidemiología. Lo decía en presencia de Basilio Valladares, catedrático de Parasitología de la Universidad de La Laguna, que dirige el ‘invento’, y del rector de este centro, Eduardo Doménech.
Manuel Elkin Patarroyo
Patarroyo
Patarroyo piropeó a los padres de la criatura, a su amigo y cómplice Valladares, que le alienta contra la malaria y los adversarios; a Enrique Martínez, decano de Farmacia, con el que están coaligados los dos; a la consejera insular de Acción Exterior, Carmen Delia Herrera; a Senegal, cuyo jefe de Estado es el presidente de honor de la fundación; a la Universidad de La Laguna, de la que Patarroyo es doctor honoris causa, y “a ese gigante –lo dijo textualmente- que se llama Ricardo Melchior”. Aunque parezca mentira, Patarroyo siente que hay pocos lugares que le abren las puertas de par en par. Estaba feliz, rodeado de la gente que le quiere aquí y de la gente a la que él quiere. La fundación, la protagonista de la velada junto a él, viene a ser como la casa de todos los ‘patarroyos’ que dan la vida por vencer a las enfermedades tropicales. En ese sentido, Valladares es un valladar y un ‘patarroyo’ convencido, le duelen tanto como al colombiano los ataques que ha recibido a lo largo de toda la vida, y ha sido su hombro en que desahogarse en los momento difíciles. Pero, ojo, cada vez hay más ‘patarroyos’ y ya forman legión.
Estábamos viendo nacer una pequeña patria de visionarios que van a hacer pronto que el mundo les mire. Al tiempo.

El anofeles milenario

Nos cuenta el premio Príncipe de Asturias, bajo un silencio sepulcral de su auditorio, que ha puesto, por fin, la bandera en lo alto de su ‘everest’ particular, que ha ganado la batalla al anofeles depredador de niños, y el arma capaz de tal hazaña se llama ‘Colfavac’ (Colombian Falciparum Vaccine), su vacuna definitiva, su ‘joyita’ tras 18 años de una investigación titánica. “Trabajo de chinos”, la llamó.
Patarroyo y su equipo del Instituto de Inmunología San Juan de Dios, con sedes en Bogotá  y en mitad de la selva amazónica, semejan un ejército de disciplinadas hormigas contra un mosquito infalible durante los últimos 50.000 años, cuyas picaduras producen entre mil y diez mil larvas, que invaden impunemente el hígado y la sangre a una velocidad de reproducción vertiginosa. El ‘padre de la vacuna de la malaria’ se mueve continuamente con un bolígrafo en la mano, que a veces deja olvidado en un bolsillo de la chaqueta, sin acertar en cuál mientras habla y lo busca para dirigirse a la pantalla y describir la estrategia de cada bando, nuestras células cara a cara con el mosquito aniquilador. Como siempre convincente, el conferenciante interactúa con el público y hasta con la consejera del Cabildo Carmen Delia para escenificar el duelo entre el plasmodium y los anticuerpos. Nos deja boquiabiertos: “Esta es una batalla que se libra en 20 segundos, o estamos perdidos.” Entonces, explica que ese es el tiempo máximo que tarda el parásito en adherirse al glóbulo rojo e infectarlo mortalmente. “No tenemos más tiempo”, insiste. La vacuna ha de ser eficaz para ese tiempo récord o la guerra que dura miles de años la volverá a ganar el mosquito que acabó con Tutankamon. Lo dice el hombre que donó a la humanidad una primera vacuna contra la malaria y la puso en manos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que malogró su buena fe.

El secreto es tener química

¿Cuál es el descubrimiento que Patarroyo nos contó este jueves en primicia en la isla que considera una proyección natural de su patria, como si este fuera el Tenerife que existe en la realidad en Colombia? Su hallazgo, en primer lugar, es haber dado con la fórmula, el método, la manera novedosa de hacer vacunas sintéticas. Un hallazgo que revoluciona el mundo de la inmunología, y que constituye un antes y un después en la fabricación de vacunas, no sólo contra la malaria, sino contra más de 500 enfermedades infecciosas huérfanas de remedio hasta hoy, como dio a conocer en 2011, sin temor a desvelar todo su secreto, en un reciente número monográfico de la ‘biblia’ de la química en EE.UU., la ‘Chemical Rewiews’, firmando al lado de su hijo, Manuel Alfonso Patarroyo y la científica Adriana Bermúdez, miembro destacado de su equipo, cuando sus fervientes opositores lo daban por muerto ‘químicamente’. Esa publicación rompió un silencio de años, en que no hizo otra cosa que investigar con sus huestes más fieles y sus micos en la selva y sus moléculas en Bogotá lo que ahora nos contaba como una aventura contra los dragones en un campo de batalla imaginario.
A este hijo de Ataco no le ha faltado osadía, lo cual trajo consigo siempre que le dispensaran frecuentes desaires y recelos desde la comunidad científica, predispuesta a ponerlo en entredicho por su heterodoxia, sin preguntarse qué de cierto hay en que no hay peor ‘enfermedad’ que la ignorancia. Ahora es una evidencia universalmente admitida que Patarroyo estaba en lo cierto cuando propuso vacunas químicamente hechas frente a las vacunas biológicas tradicionales. Y abrió las compuertas al futuro para cubrir el déficit de ese medio millar de vacunas vacantes.
En segundo lugar, el científico colombiano y su centenar de colaboradores averiguaron por qué no se había conseguido crear sino 13 vacunas para 517 enfermedades infecciosas. “El problema de la inmunología era que paralizaba el cuerpo del parasito, pero no sus manos, y éstas son la clave.” Durante años, Colombia y España le han financiado el estudio de este interrogante. Su doble nacionalidad le ha reportado una vieja amistad con la reina de España y una relación de amor-odio hacia él por parte de algunos gobernantes colombianos. Hoy Patarroyo resume, como un estribillo, la conclusión de sus pesquisas indómitas: “El problema era el mismo para todas las enfermedades infecciosas: determinar las manos del enemigo, sus dedos críticos e invertir la polaridad, “manitos, deditos y darles la vuelta”. En 20 segundos.
La malaria, ese maldito ‘mal aire’, es la pandemia del tercer mundo que necesitaba un científico den primer nivel nacido en el mismo tercer mundo para acabar con ella. El primer mundo no se ocupa de esas cosas.Y Patarroyo resultó ser ese científico que le hacía falta a la malaria para tener un rival en condiciones. Formado en la Universidad de Rockefeller, de Nueva York, decidió volver a Colombia, poseído de una premonición acaso ‘guevariana’, a fajarse con la malaria, nada menos, desoyendo así a sus maestros, que le advirtieron bien claro: “Así te alejarás del Nobel”. Pero un recalcitrante y testarudo defensor de la solidaridad como él pensó que vencería todos los obstáculos.
Hasta el momento actual en que tomaba la palabra en Tenerife puede decirse que los ha sorteado, con grandes y graves dificultades (el boicot de la OMS, un embargo, la pérdida de todo presupuesto  en su propio país y múltiples formas de asedio en lo que él denomina “una batalla bárbara y descomunal”), pero aún sigue enfrentando adversidades no menores. Cada vez que está cerca de una meta, le paran los pies.

La malaria o seis bombas atómicas

Ahora, se encontraba a centímetros de culminar una carrera de kilómetros: “Apenas nos faltaban unos pocos ensayos más, y nos vuelven a parar”, se lamentaba en el Cabildo llevando su relato a un punto álgido de resignación habituada a doblar la esquina y salir airoso, pero que al público, ajeno a la contienda, lo dejó con cierta pesadumbre. Prosiguió su narración autobiográfica haciendo escala en los datos del drama. “La malaria mata a más de un millón de personas al año, lo que equivale a seis bombas atómicas.” Contó su primera gran frustración. Su primera (y la primera de la historia) vacuna contra la malaria o paludismo, de 1986, seis años después de crear su famoso instituto.
¿Por qué la SPf66 era eficaz en el 40% de los ensayos clínicos en Colombia, 55% en Venezuela, 66% en Ecuador, 30% en Brasil y, sin embargo en Tanzania la OMS obtuvo un raquítico 6%? Aquella decepción casi le cuesta la vida, dio marcha atrás y, al cabo de 18 años, fue el acicate de esta nueva vacuna perfeccionada que menciona como si mostrara una gema en la palma de la mano. La causa del chasco de Tanzania, cuando había donado la vacuna la humanidad, es que la OMS experimentó con  una versión mal diseñada en EE.UU respecto a la originaria de Colombia. Qué motivó esa circunstancia sería objeto de múltiples conjeturas, más propias de la imaginación de John Le Carré.
Patarroyo es un creador de conceptos: producir vacunas químicamente hechas es un concepto que cambió el rumbo de esta ciencia; buscar las manos del microbio fue otro concepto rupturista en la elaboración de la panacea del mal… Una de sus colaboradoras logró delimitar en el 91 la molécula parasitaria que se pega al glóbulo rojo, factor providencial para anular al enemigo. Y esa observación supuso un salto cualitativo extraordinario en la cocina de la vacuna que espera la humanidad.
Patarroyo describe los pasos que ha dado apasionadamente, como la voz narrativa de una buena historia científica cargada de misterio y amor. Nos ahorra detalles y habla gesticulando como si, a la vez que reconstruye unos hechos, estuviera grabando en la memoria nuevas consideraciones y se alegrara. Sonríe y no deja de moverse como un niño que hace gracias al auditorio. “Es divertidísimo”, llega a decir, “las cosas son más sencillas de lo que creemos, pero no nos damos cuenta hasta un buen día, y ese día te dan el Premio Príncipe de Asturias”.
Ha sufrido tanto combatiendo a los enemigos (algunos más invulnerables que el propio mosquito), encarando a las multinacionales, primero con su ingenuidad maravillosa de donar la vacuna a los pobres y después jugando al zorro y la gallina, habiéndoselas con las temibles multinacionales farmacéuticas. Una vez, cuando hizo su primer descubrimiento, se bañó literalmente en vodka y cayó de la barca al río. El río no era cualquier río, sino el más caudaloso del mundo. Estaba a punto de dejarse morir en el colmo profundo del Amazonas cuando, de pronto, recordó que tenía la responsabilidad de salvar a millones de niños y salió a flote con desesperación.
La Malaria es la primera enfermedad en importancia de entre las enfermedades debilitantes. Entre 700.000 y 2,7 millones de personas mueren al año por causa de la malaria, de los cuales más del 75 % son niños en zonas endémicas de África. Asimismo, causa unos 400–900 millones de casos de fiebre aguda al año en la población infantil (menores de 5 años) en dichas zonas.
La Malaria es la primera enfermedad en importancia de entre las enfermedades debilitantes. Entre 700.000 y 2,7 millones de personas mueren al año por causa de la malaria, de los cuales más del 75 % son niños en zonas endémicas de África. Asimismo, causa unos 400–900 millones de casos de fiebre aguda al año en la población infantil (menores de 5 años) en dichas zonas.

El juicio de los monitos

Patarroyo era un niño pacíficamente beligerante, que llegó a practicar el boxeo, pero su mejor combate ha sido éste durante tantos años con un mosquito. ¡Quién se lo iba a decir! Nunca lo olvidará. Estoy hablando del padre, Manuel Patarroyo Leyva, el rectilíneo sargento de la policía, que le regaló el tebeo de Pasteur al primero de sus once hijos y de ese modo le indujo la vocación. Ese sabio, como él dice del padre, le legó muchas enseñanzas. Una de ellas: “Siempre le disparan al que está arriba”. Lo recuerda cada vez que le disparan. Y ahora que está en paz con sus enemigos (los multinacionales y los inconciliables mosquitos), porque sabe que los ha derrotado de antemano, ya calmado del miedo a morirse sin que nadie culmine su obra, porque tiene un cualificado sucesor en su hijo Manuel Alfonso Patarroyo, consumado ya en un eminente científico, y a la espera del juicio de los monitos (lo han denunciado ecologistas de pega por presuntos experimentos con una especie protegida del Perú, la última ocurrencia contra él), se pregunta, lo hacía este jueves en el Cabildo de Tenerife en medio de la conferencia: “¿La humanidad se merece que no me dejen trabajar mientras siguen muriendo niños que esperan por mi vacuna?” El lío. Él lo llama “este lío nuevo”.
Pero no está desguarnecido como antes, cuando el asedio pudo tumbarlo. Ahora, en Colombia gobierna Santos, “que nos conoce y apoya”, de ahí que espere que le reponga el presupuesto. Sus 600 monitos autus (cuyo genoma es calcado el de los seres humanos) permanecen en la estación de su laboratorio en la selva a la espera de una sentencia definitiva. Lo cierto es que Patarroyo devolvía los monos sanos y salvos a su lugar de origen, “casi al mismo árbol donde habían sido encontrados”; la estadística cifra en un 2% los que mueren por la enfermedad (desde hace medio siglo se sabe que esta especie es sensible a la malaria humana, lo que la hace idónea para la investigación, máxime por las similitudes inmunitarias descritas más tarde por Patarroyo hijo).
“Pero, en cambio, nadie parece preocuparse por ese millón y medio, la mayoría niños, que mueren por la malaria cada año.” El público levita, evita hasta el murmullo. Lo escucha de un modo reverencial, porque a estas alturas de la conferencia, ya sabe que ese hombre que le dirige la palabra está haciendo un milagro, y eso es como tener delante a dios. Cosa que Patarroyo no aspira a ser, ya sé. Una vez sí me recitó la máxima de Hölderlin, “el hombre es un mendigo cuando piensa y un dios cuando sueña”. Esa clase de dios.
El día que hablaba todo esto en Tenerife no era un jueves cualquiera. Se jubilaba el Papa, que es un suceso que rara vez ha visto la historia. Y allí estaba este otro ‘Papa de la malaria’, apadrinando con sus revelaciones nada menos que el parto de la fundación de su amigo Basilio Valladares, para el control de la enfermedades tropicales. A ambos (y a Enrique Martínez, porque se trata de un trío, como ya dije) los conocí el mismo día de hace muchos años. Y el destino los ha llevado por el mismo camino, de Colombia a la isla, y de ésta a África. Ahora estoy convencido de que la vacuna que aupará al Nobel a su descubridor se ensayará de la mano de esta fundación el día “más” pensado. No hay otro día en el que haya pensado más Patarroyo en 33 años persiguiendo el rastro de un mosquito.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario